Thursday, December 23, 2004

A través

Encontré una maleta mohosa detrás de un enorme pino, una maleta cuyo color es dudoso, entre rojo y violeta, con manchas blancas y adherencias de musgo y otras colecciones de materia vegetal. No iba a mirar, pero al final la curiosidad fue más fuerte, y me agaché, y ví que no estaba vacía, estaba cargada de cosas de otro tiempo, viejos papeles amarillentos, un patito de goma, calcetines rotos de padre, camisas de leñador, y algunas cintas. Me interesa el cassette, leo: PURCELL DIDO & AENEAS una grabación de DECCA del año 1978, con Janet Baker, Peter Pears y otros más, Aldeburgh Festival Strings y London Opera Chorus dirigidos por Steuart Bedford. Resulta que el gran Benjamin Britten está metido en esta producción. Me paro, descanso contra otro pino, no tan corpulento como el del secreto, y meto la cinta en el radio cassette. La obertura es muy conocida, me digo. Pero hay algunos problemas con la cinta en sí, del tiempo que lleva sin usar, me digo, porque se van las voces, vuelven, todo es como una pelea de gatos. Marcha atrás, por ver si se mejora. Consigo escuchar todo el primer acto, y parte del segundo. Pero en la conclusión de
éste, en el comienzo de la cara B, la cinta ya no da más de sí, tengo que parar el cacharro, y me quedo sin saber en qué paran las aventuras trágicas de esta pareja, la reina de Cartago y el príncipe de Troya, que así como se encuentran y se unen, son condenados a separarse, por mediación de unas brujas, como solía pasar entonces. Esa tormenta..., esa cueva en donde se cuece el maleficio... y luego, el bosquecillo en donde se fragua la desgracia. Miro al cielo, está el día muy frío, pero no hay nubes que amenacen tormenta. Entonces, me sumerjo en una especie de ensoñación, y sueño que hay insectos a mi alrededor, que están debajo de mi cuerpo, en mi cabeza, rondando por mis pelos, brotando de las manos. El violín es un mosquito, la tuba un abejorro, bumble-bee, qué bien suena, pero dentro de los ojos donde descanso, comienza el rugido de un mar lejano, y unos niños gritan y juegan en un patio, y otro de grandes ojos tiznados mira por el cristal de la ventana hacia un exterior gris en donde se ha congelado el tiempo. Luego, es un tren que se desliza, con su habitual traqueteo. Flautas, clarinete y trompa irrumpen con pequeñas erupciones, espasmos que el silencio de la cinta se traga, porque su reverberación es siempre mayor. El hombre que duerme es un enano que descansa, en la hojarasca, en la escarcha, y la Orchester-Finalisten prosigue su ensayo, que es ya la realización, el entrenamiento. Y el final no llega nunca, aunque un moscardeo y una flauta soplada en falso pueden dar esa impresión. Más de tres siglos, y estoy tirado en la hierba, las zarzas por única compañía, huele, ha llovido, la tierra húmeda, un nido de araña casi lo destrozo. Me duele la cabeza como si me martillearan desde dentro. Pero todo está fuera, la invasión no ha terminado.


Karlheinz Stockhausen en la Ópera de Leipzig

La música hacia el siglo XXI ::: Revista de Occidente, diciembre 2004

Monday, December 20, 2004

Adentro en la noche

Me acosté cansado, sin reacción, y soñé que era un caballo de cartón (José Bergamín).

... despierto sobre un banco de piedra de superficie roja medio mojada, es todavía la noche, siento el rocío entre los dedos y algo mojado el pelo, la impregnación de todos esos sueños que se me vienen encima, cuando es la hora boba, y me levanto: enfrente es el hotel ahora, pero cuando pequeño mi madre nos traía aquí para pagar los sellos, era un edificio franquista con un cenicero de metal con un pie para patear, y la gente vestía viejo y sin color, y el humo lo llenaba todo, había que esperar sin sillas, las que había... Pero no, ahora es aquí, en la sombra, me he despertado sin saber qué, tengo los ojos velados, hay... Soy un mendigo, pero fue de la hoy para mañana. Me pregunto si habrá alguna fuente cerca para lavarme la cara, aunque todavía es temprano. Miro hacia atrás, ahí una mochila vieja, de un color entre azul y rojo, y una pequeña manta raída, que encontré en una cueva que fue tapada por la policía, en donde dormía Rudi. No pasa nadie por la calle, enfrente hay un restaurante que se llama Ágape, y no sé si ya, pero las hierbas, el acebo, los adornos de Navidad... falta todavía para eso, según me parece. Y la cartelera de cine, y las horas secas en que se cuentan las hojas secas y la sequedad de boca, y el rojo de la saliva, tengo los dientes podridos, cada vez más...

Paseo, vengo y voy, por un sitio que se llama Metro, aunque podría ser el sótano inmenso de un viejo caserón abandonado. He visto a esa mujer que lleva una niña pequeña entre sus piernas, y sé que no habla bien nuestra lengua; la niña puede que tenga veintisiete meses. Ella, la madre, tiene los dientes grandes y separados, los de delante, y chupa una piruleta gigante, roja explosión para lengua y manivela. Sonríe siempre, bienaventurada, y dice que fue a la Feria todas las noches. La miro con pausa, con arrobo casi, porque no puedo entender del todo su estructura, y sé que si me pierdo los detalles luego no estará para las repeticiones. No se ve hombre que la acompañe, por lo que decido entablar una pequeña charla con ella. La niña, como un marsupial, no se separa de sus piernas llenas de granos y pelos de un rubio blanquecino. También su cara tiene restos insidiosos de acné. Ahora nos hemos comunicado los números, y será fácil en caso de pérdida. Me entretengo mirando los escaparates de los comercios subterráneos. Pero en realidad, tengo la vista vuelta hacia mí mismo, y sé que adonde quiera que mire, siempre habrá un mendigo tarareando alguna canción latinoamericana. Miro mis manos callosas, nunca las tuve así desde esos tiempos de la infancia, cuando mi hermana y yo acarreábamos cubos de agua desde el viejo pozo. Ahora, quién sabe qué fenómenos. Ha muerto un famoso actor, pero su foto traspasa las paredes, y sé que es el antagonista del otro, que murió a las pocas horas, el que pensaba. Saco de la cartera del bolsillo del vaquero una foto, es tamaño carnet, es de una chica que amaba en otro tiempo. A la luz de gas de una farola de película de los años cuarenta, son sombras nadamás, veo que se transforma en una carta erótica: una mujer de rostro fino, de cuerpo débil, pechos apenas insinuados en la poitrine, es traspasada, sodomizada, por un tipo del que sólo es visible la parte animal. Con sus dedos peludos abre su vagina hasta el límite. Pero sans expression. Todo es la manía de un tipo que vive arriba, y que depositó el trofeo sobre unos viejos buzones arrancados. Tengo la foto para mí mismo, pero sin el placer de compartirla, pienso en la maldad de dejarla sobre el pecho de la chica hippie y su hija insoportable. Ahora se me ofrece la ocasión de saludarla por fin, y me acerco al lugar en donde retozan, como una pareja de antílopes antes de la lluvia. Sí, hola. Pero en el hueco de la escalera, que lleva a la planta de arriba, su voz me parece gutural, como forzada. Quiero saludarla por su cumpleaños Éramos tan felices. Mi hermana se casó con un hombre que fue un viejo conocido de la familia, ahora trabaja en una mafia inmobiliaria, y yo no quiero saber nada más de ese asunto. La mujer se da cuenta de mis intenciones. Me habla de Sloterdijk, de una “burbuja” y de algo más que no alcanzo a comprender. Suena música de otro tiempo, algo como Radio Topolino Orquesta. Y se aleja, y por mucho que lo intente, ella no viene, su voz como hojas secas desplazadas por ramalazos de viento, podrida su zapatilla, la niña me mira, es como una muñeca de feria, es rubia insufrible. Puede que todo haya sido un malentendido. Tengo hambre. Así era el sitio donde se consumieron mis mejores días, Salvo que ya no hay más tiempo, y el ángel que anuncia el fin trae una corona que es un arco iris, y sus manos son como puñales en mi ojo, y su espada de un brillo cegador, para el ángel que anuncia, es como el niño que rueda sobre el universo, dispuesto a matar al que anuncia...

Por el parque donde mis pasos se confundían con un gorrión, su voz se escurre por las ramas grises, son los niños de los patines, son los verdugos de los desobedientes. Así que emprendo el camino de vuelta, y veo que en la rampa de subida han colocado un panel electrónico en donde reza VIAJE FIN DE ESTUDIOS y los nombres de esos chavales de ahí abajo, con sus fotos digitalizadas y las pistas de su obra multimedia, y todo eso llega hasta aquí por medio de un fino entramado de cables y altavoces. Al lado, unos metros más adelante, veo a dos compadres que venden castañas que ellos mismos asan, y uno también tiene montado un puesto de sandías, es como ese lugar centro de salud mental adonde iba, es lo mismo pero en la cuesta cerca de las torturas sónicas. Sí, y tienen un tocadiscos que todavía hace su trabajo, y suena algo muy antiguo, algo que sonaba en ese lugar que era la infancia franquista de mis días, el final de un tiempo y el comienzo de otro más próspero y más fascista a su manera. Es algo así como copla, algo que mi padre solía escuchar a menudo. También es posible que sea Canción Latinoamericana, como Los Panchos o algo parecido. Una ambulancia, traen un perro abierto en canal, le tienen que practicar la autopsia. Pero esta sala está muy poco iluminada. Un hombre se quita el sombrero. “Hola, buenas, qué tal el día”. Los hombres no dicen nada. El disco sigue girando. Vamos a poner una bomba allí abajo. Ellos callan y siguen comiendo su bizcocho. Es hora de matar. Se me ha hecho un implante subcutáneo, algo que enseguida me acarrea problemas. Hay una banda que dicen ser mis amigos, pero sé que son mercenarios. Trabajan para alguien llamado Conone, que es un entendido en motores de todo tipo, y sé que otro llamado Cuenca pertenece también a la mafia deportiva de la ciudad. Juntos han decidido seguir mis pasos. La mujer de la niña es una enviada, de eso ya no me cabe ninguna duda. ¿Por qué si no tenía mi número de teléfono, y quiso quedar conmigo para charlar, para después retirarse con sibilina andadura? Me tiende una invitación para un mexicano: el cantante, con su vestimenta prototípica, yace destripado en la puerta, no me gustó esa estrellita, del lugar donde nacen los espantos, y los milagros de las trompetas, es la hora de las iluminaciones que yo sé. Ahí vienen. Me esperan justo detrás de los excusados, pero nadie tiene hora, es la hora es la cierta hora en que me dicen que ellos, los niños del Sonido Sucio, tienen pistolas cargadas, y me han desplazado hasta calle Granada para que duerma no lejos de su campo de influencia. Bastaría una palabra de más...

En la habitación, se supone que es una reunión, que éste es el hotel de la Gran Vía que nos han dado, y que chicadenegro y Moiss26 ya tienen mis papeletas de la votación, y que el premio será acostarse con el Muñeco más cinéfilo y la Petarda más rabiosa de las primeras butacas sobre el aliento de dientes rojos, es la saliva, sí, la que mancha la almohada, es la hora en que se revientan las venas y viene la flusssss explosión. ¿Eres checa?, le digo, y su niña tira más de su pantalón de gasa, he visto en un rapto cómo de la carta mana la sangre y el flujo blanco de un orgasmo, un helado de chocolate y fresa, es la vena aorta que dilata, sí, me dice, lo soy, y tú? Ahora su puesto de joyas es más grande, y su pareja, un alemán con una coleta en el occipital mientras el resto de la cabeza afeitada, es la noche en que las francesas son vegetarianas y se ríen de nuestros platos de morcilla y queso curado, es la hora de las lesbianas en rama. Vamos al cielito lindo. Un hombre inglés, homosexual y canturrón sale al escenario improvisado sobre la linde de la palmera, del coco se parte un trozo de cielo y el naranja de su blood fussion sale para saludar, me dice al oído la mujer de la niña “es la esfera donde se está mejor, ¿sabes?, yo a mi niña la llevo desde que tenía un añito, y siempre me dice que quiere repetir”. No sé qué responder, estoy ya algo cocido y las venas me laten de forma furiosa. En las manos sudorosas tengo un muñeco de unos diez centímetros, la cabeza pelona y anaranjada, vestido escarlata, un lazo gigante al cuello, el vestido de marinero de nuestras comuniones, le clavo alfileres para los que vienen a por mí. En el ascensor, es la hora de irse. Pero de repente alguien mete su manaza, se abre una vez y otra cabeza se ríe, me mira el que se ata parsimoniosamente las botas con los patines, es la plaza rodante un ciervo en la nieve rosa, es la pista de petanca destruida, la bomba del Carro. El tatuaje, lo buscan, dicen que lo tengo.

Versión A: es invisible. En la plaza, ahí entre los coches y los cubos de basura, salgo corriendo, vienen en pos mía, pero soy más rápido, no me dejaré coger, en realidad no tengo nada que esconder, el tatuaje.... africano.

Versión B: La mujer al lado de la caja, cuando pagaba las cosas cuatro en realidad, del día martes por la mañana, festivo y con resaca de la feria, tiene un tatuaje apenas perfilado, con la tinta inyección muy fina, es una hada arrodillada, y enseguida veo que ella es la que posó para la foto de la carta porno, el juego después de la orgía, cuando viene un órgano peludo a insertarse en los recovecos, la burbuja ésa que asco produce, el bestiajo del que salen espumarajos, calle que me desvelas, los coches son más lentos mientras el sauce besa mis labios enfebrecidos. No tengo miedo, no dolió nada, pero sé que a ella sí que le produjo efecto. Otra calle más en obras, El asfalto agrietado, es como esa boca, es como el culo de la que ahora está a mi izquierda, o la africana de minifalda muy reducida, que marcha al lado de un pueblerino que le ha tocado algo en la tómbola, puede ser ella de unos días, como la efímera?, y en la acera se desvían, la bolsa de periódicos, que a mi contacto se abre, los dientes separados, no, no es mi problema. Seguid buscando.

Coda: matarile rile rile, donde está la llave, mata mata al del patín. Sólo puedo verle el pelo desgreñado, y cómo hace una mueca de dolor, mientras es penetrado por una mano abandonada a su suerte. Dice la llamada perdida que se me llamó a las trece cuarenta de una madrugada, y que es el ágape de los sin dientes. Mi hermana me invita a su cumpleaños. Tengo escalofríos. Saco de mi mochila algo para roer. Me desperezo. Ese sueño vagabundo.... Pornografía toda la noche, de aquí para allá, los pliegues de una zona prohibida. Un cántico quebrado en la garganta. El poeta muerto dejó escrito: noches de cerveza agria en vasos altos como espejos lunares / tal vez la muñeca que compré abrió su panza y sacó el mecanismo / ya no hay dioses aquí abajo / sólo el perfume rancio de tu sexo consumido.
Y soltó la última carta que le quedaba, una mujer que fue su perdición, con el testimonio de su performance. Lleva un collar de perlas, medias blancas, y está abierta a la influencia. Desde la profundidad de su banco sale la risa cansada, hojas pegoteadas con semen, saliva y sangre, y dos toneladas de flores que lo sepultan.

Thursday, December 16, 2004

Descendimiento

En unos pocos minutos, el sol, una bola rojo violento, se ha hundido en el mar. El cielo, como en un cuadro de Turner, pero mucho más fantástico, las nubes color arena, gris gatuno, azul desvaído, algo que ningún pintor podrá captar nunca, ni un poquito. El sol, esa bola ya rojo volcán en erupción, lava que vomita calma, se ha hundido. Ya no está más hasta mañana. Queda la noche, esa bastarda. Recuerdo el grito de desesperación de Wozzeck en la ópera de Alban Berg, en uno de esos atardeceres como éste, cuando cree que todo el horizonte se incendia y adviene el apocalipsis. Sí, en su vida, muy pronto. María, qué mujer tan mala, con ese Tambor bruto y obsceno. Como el grupito que vi anoche en los jardines laterales de la catedral. En unos minutos imperceptibles, la luz se ha ido, y nos ha dejado solos con el Frío.

Monday, December 13, 2004

Love

She'd said, "People complain about falling in love with the wrong person. They don't realize that falling in love means falling in love with the wrong person".
Mathilda en Caracole, Edmund White, Picador, 1986, p. 286.

Maravillosos personajes femeninos en esta novela fabulosa, increíble su brillo en el panorama reciente de la ficción. Sentencias, como ésta, que te hacen detener la página. Mathilda, Edwige, Claude, son casi más reales, desde luego más fascinantes, que cualquier mujer del "mundo real". En ese mundo baldío, me gustaría encontrar sirenas, perversas actrices (no esas frívolas que anuncian perfumes), cantantes con cicatrices y voz cascada, lectoras y amantes de la música como Mathilda. Edwige está siempre actuando, de hecho, ella nunca se baja de la escena. La mujer posmoderna, la que ya no rinde cuentas con madastra naturaleza. Pero el resto de madre, la fantasía de la que fue...

Friday, December 10, 2004

Música para el camino

Si pudiera tener su nacimiento
en los ojos la música, sería
en los tuyos. El tiempo sonaría
a tensa oscuridad, a mundo lento.

Mezclas la luz en el cristal sediento
a intensidad y amor y sombra fría.
Todavía silencio, todavía
el sonido no tiene movimiento.

Pero llega un relámpago; se anudan
en los ojos lo bello y lo potente.
La fría sombra se convierte en fuego.

La belleza y el ansia se desnudan.
La música se eleva transparente.
Oh, sonido de amor, déjame ciego.

Antonio Gamoneda, Música de cámara I, de su libro Sublevación inmóvil.
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Si la música fuese el alimento del amor. Si sólo ella nos acompañara en este camino enmarañado. Si el aliento intercambiado fuera el inicio de unos desposorios. Pero el camino es enmarañado, y nunca se sabe adónde conducen los senderos. Hay nieve, el frío como una rosal vacío de su carga, llena las manos un montón de espinas de otros inviernos, cuando había senderos. No hay más recuerdos, pero alguien no cesa de preguntar. Al despertar, el viajero se pregunta por lo que preguntaron, y no reconoce el rostro del otro, el viejo que siempre está a nuestro lado. Se yergue y se le iluminan los dedos marchitos, y es el nuevo día, como un arbusto en llamas, la tentación del camino. Si pudiera alguna vez estar cerca del ideal, y la felicidad fuera un cántaro lleno bajo las parras. Pero estás solo, y afuera el frío aprieta. Aquí la música es de escarcha y de lobos. Los músicos se quedaron en el salón de fin de año, llenos de confeti y alcohol barato en la sangre, los sonidos incrustados en las paredes y los muebles caros. Ahora sólo tienes una marea baja, el violín desafinado de un suspiro.


Paul Klee, Winterbild

Thursday, December 09, 2004

Luz radiante

CLAROS DEL BOSQUE

No me respondes, hermana. He venido ahora a buscarte. Ahora, no tardarás ya mucho en salir de aquí. Porque aquí no puedes quedarte. Esto no es tu casa, es sólo la tumba donde te han arropado viva. Y viva no puedes seguir aquí; vendrás ya libre, mírame, mírame, a esta vida en la que yo estoy. Y ahora sí, en una tierra nunca vista por nadie, fundaremos la ciudad de los hermanos, la ciudad nueva, donde no habrá ni hijos ni padres. Y los hermanos vendrán a reunirse con nosotros. Nos
olvidaremos allí de esta tierra donde siempre hay alguien que manda desde antes, sin saber. Allí acabaremos de nacer, nos dejarán nacer del todo. Yo siempre supe de esa tierra. No la soñé, estuve en ella, moraba en ella contigo, cuando se creía ése que yo estaba pensando.
En ella no hay sacrificio, y el amor, hermano, no está cercado por la muerte.
Allí el amor no hay que hacerlo, porque se vive en él. No hay más que amor.
Nadie nace allí, es verdad, como aquí de este modo. Allí van los ya nacidos, los salvados del nacimiento y de la muerte. Y ni siquiera hay un Sol; la claridad es perenne. Y las plantas están despiertas, no en su sueño como están aquí; se siente lo que sienten. Y uno piensa, sin darse cuenta, sin ir de una cosa a otra, de un pensamiento a otro. Todo pasa dentro de un corazón sin tinieblas. Hay claridad porque ninguna luz deslumbra ni acuchilla, como aquí, como ahí fuera.

Zambrano, María: Los hermanos en La tumba de Antígona, Madrid,
Ed. Mondadori, 1989, pp 79-80.




Friday, December 03, 2004

Hacia el invierno


Winter, Rudolph Distler, 1946

De este mismo pintor alemán, aparece otro de sus cuadros (Tarde de noviembre) en la portada de un LP que escuché el otro día, el Concierto para piano nº 2 de Brahms en versión de Maurizio Pollini y la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Claudio Abbado (DG). Estupendo disco, y bellísima pintura, que muestra un paisaje otoñal, soñador, sombrío, solitario.

Llueve, no cesa desde hace varios días. Me gustaría vivir en un lugar donde lloviera trescientoss días al año, por lo menos. Melancolía fatal, pero creativa también. He visto una montaña nevada, nieve, ahora y siempre.

En rêve

El compositor suizo Norbert Moret se sentía desde muy pequeño atraído irresistiblemente por la naturaleza, y eso lo marcó luego para la creación de algunas de sus obras, en las que rechazaba l'art pour l'art. En el concierto para violín y orquesta En rêve, hay huellas de una visión feliz, la de una nube de moscas que surgen de repente en un rayo de luz que se cuela entre las sombras, en un bosque tupido. Anne-Sophie Mutter lo toca de maravilla en un disco de DG.

Más sobre el compositor y su obra

Aventura en el interior


Para llegar al puente viejo he de atravesar primero un extenso descampado en cuyos bordes vive aún alguna gente, gitanos sobre todo, en casuchas construidas a la ligera y que en noches de fuerte tormenta quedan bastante dañadas. A mí no suele gustarme caminar por ahí, de noche y en lo oscuro, el cielo color ceniza, y las piernas temblorosas que apenas me sostienen. Desde que he salido de casa no he parado de mirar el reloj, ¡que ya no funciona! No sé qué es lo que pasó, estando en la mesa del salón me lo puse de nuevo y ya no estaba bien, y eso en la correa, que había disminuido de tamaño y se deshilachaba por momentos. Me puse muy nervioso, porque es un regalo de una persona muy querida, qué le voy a decir cuando la vea. La esfera tampoco responde, está al revés, y por más que me dé la vuelta y gire la muñeca, los números aparecen cambiados, la correa tan inestable hará que lo pierda —la habitación del hijo se ha quedado vacía, y estoy solo en la sala, viendo una película, rodeado de negrura y desastre.

Cuando por fin llego a la fiesta, me encuentro en el umbral con una mujer de unos veinticinco años, de rostro anguloso, que enseguida clava sus ojos en mi muñeca, en el reloj destripado —las máquinas están hechas para estropearse, la otra noche fue la radio que quiero tanto--. Esa mirada descarada la siento como un golpe de calor en la nuca y un picor extremo en las axilas y las ingles, es algo que me saca de quicio, me dan ganas de empujarla, porque sólo la frase de rigor no basta. Se echa a reír mentalmente, como despreciándome. Sé quién es, aunque su rostro no me sea familiar. Nos enzarzamos en una lucha verbal, que llega a su apogeo cuando ella me empuja físicamente, y grita que me largue, si no quiero... (pero ya no escucho nada más). La esfera de mi reloj invertida de nuevo, un 6 en vez del 3, luego 10, 11 y 12 boca abajo, casi es imposible dar un paso. Emprendo el camino de vuelta a la carrera, tropiezo porque mis zapatos son dos tallas más grandes, bajo escalones constantemente, hay cactus y otras flores venenosas en mi descenso, y no dejo de mirar hacia atrás temiendo que la mujer demonio venga en mi persecución. Escuché de pasada, mientras apuraba el bloody mary, “estoy en busca y captura”, y entonces me acordé de aquellos dos días y medio pasados en el cortijo de la tal Annie, a catorce kilómetros de mi casa, ella, ese amigo yonqui y yo, y de cómo A. se emparanoió de tal forma que estuvo a punto de provocar en mí un colapso definitivo. Apenas llegó el amigo, por sorpresa –luego supe que su presencia allí estaba más que pactada--, se metió en la casa, se echó en el sofalucho desventrado, y echó una siesta de caballo. Cuando se despertó, tres o cuatro horas después, amaneció con tal hambre (era ya noche entrada, la tarde más baja) que abrió el mueble de cocina con olor a batatas y cebollas, y se merendó cuatro yogures, medio bote de nocilla, apuró dos tazas de café, un poco después dio buena cuenta de las madalenas que quedaban, y del chocolate no digamos. Era una máquina de comer dulce, su pecho muy moreno al descubierto, cadenas colgando –y luego, enseguida, nos mostró tres o cuatro pedruzcos de chocolate del suyo. En la bolsa de deporte gigante que traía, nos enseñó una larga tira de tarjetas prepago, de Movistar y Amena principalmente, aún con su envoltura, nuevecitas, eran como nueve, en total calculamos que serían unas cuarenta y cinco mil pesetas. Annie me miró, lanzó una risotada nerviosa, luego dijo “Pedrito, Pedrito”, y las metió de nuevo en la bolsa, bajo la ropa y demás pertenencias del yonqui, ya entonces le cogí mucho asco, pero él quería más, no tenía bastante. Ella no paraba de decir “eso de un palo que ha dado”, y yo no sabía dónde meterme, en la tarde siguiente la paranoia llegó a su extremo con las fantasías muy reales de las motos de la guardia civil que divisábamos allí arriba a lo lejos, por el carril de tierra, había motos que ronroneaban y rompían el silencio de aquellos pagos; y Pedro, a punto de acabar con la despensa, estaba deseoso de un masaje, maldita sea, y yo como espectador impasible, pero no, luego me rebelé y en la noche quise trasladarme al caserón de al lado, donde dormía Annie, parapetada, la puerta y los colchones y la vieja perra “Cuca” sobona, una piedrecilla para la perra, el colchón, yo ahí en la oscuridad, el colchón tirado en el suelo sobre los escombros, los ronquidos de Pedro, su voz de tenor somnolienta, no aguanto más, la otra le había dado masajes por las piernas muy morenas y él quería más, yo viendo todo esto, caigo por fin en un breve sueño, que es una pesadilla, y dice:

Noche muy profunda, no brilla una estrella, bajo los escalones estrechos, hay árboles cuyas ramas amenazan con sacarme un ojo, voy a tientas, a la izquierda el comedero de los gatos, por fin el descansillo. A la derecha, una explanada de tierra, mesas arrumbadas, el chiringuito, llamado a la fiesta, ya hay más gente de la que puede cobijar. Todo presenta una iluminación parca, luces de feria, bombillas de colores, predomina el rojo y el verde. Al fondo, las plataneras gigantes, y la banda de aficionados al rock que se dispone para la obertura fatal. Annie está detrás de la barra de latón, con un cigarro en la boca, me llama sin voz, yo acudo pesada, dócilmente, como si fuera mi madre. Me doy cuenta, cuando ya estoy a unos pasos, que hay alguien con ella. Es ese Pedrito, pero sus rasgos se mezclan con los de otro que me resulta vulgarmente familiar, un tal Mario, compañero de infancia. Me llaman por mi segundo nombre, y me preguntan por mi padre. Antes de abrir la boca, alguien me coloca una manaza en el hombro derecho, me doy la vuelta y... resulta que asisto al espectáculo de una giganta de unos nueve metros de altura, es como esas construcciones efímeras de la noche de San Juan, paja, vegetales, algo de arpillera, mimbre y armazón de hierro. No alcanzo a vislumbrar su cara. A su alrededor se ha congregado una pequeña multitud, Stefan es el que tengo más cerca, su mano vino para decirme: “Juan..., Juanito..., que la otra noche..., estaba mi novia, hay que ver, qué confianzas son ésas...”, y yo me excuso, le digo que estaba algo borracho, si la toqué fue sin querer, pero él amenaza con los rusos, que le deja el jefe una pipa en cuanto se la pida, que la mujer ahora está embarazada y bla-bla-bla.

La giganta vegetal tiene una abertura por un extremo que yo sólo descubro, los demás siguen en su nube de ruido y vodka. Apenas franqueo la entrada, de una rugosidad como las espigas de trigo, me encuentro en un espacio enorme, abovedado, lleno de extrañas redes de las que cuelgan en equilibrio unos seres alados que antaño fueron hombres, a juzgar por los restos de sus viejas anatomías. Es fácil moverse por ahí, el suelo está alfombrado, es paja, hierba seca, con musgo gris en las paredes...., también me recuerda a la pelambre de los caballos. En ese interior, como una catedral matérica, no es fácil orientarse. En realidad, el centro está en todas partes, y los bordes por doquier no limitan sino que son el efímero horizonte de una mente perturbada. Apenas caminas tras una breve pausa para acostumbrarte al pesado aire, se van abriendo nuevos espacios, similares al anterior, pero con sutiles cambios. De las redes vienen voces, o mejor dicho, resonancias de esos seres huecos, silbidos como de serpientes, aullidos de monos, y algo pegajoso en el pelo hace que mi cabeza la note como un neumático de camión. “¡Ven, ven a columpiarte con nosotros!”, escucho que dicen esos seres horribles de las alturas. Y acto seguido, lianas que son cadenas, cuerdas de cáñamo que se fragmentan al contacto con mis manos húmedas por el sudor, voces, una lengua rasposa en mi nuca, y Stefan que susurra a mi lado, “vamos, qué confianzas son ésas”, y es Mario entonces, con su botella de vodka, que se la traga literalmente, y se agacha luego para expulsarla por el ano, y la risotada de Annie-Pedro, con la barra sujeta entre la lengua de ambos, y luego el folleteo salvaje en la red, a dos metros de mi cabeza, la impostura y el éxtasis... música que me taladra el cerebro, a punto de estallar.

“¡Vamos, chico guapo, ¿no quieres respirar aire puro?”, y me doy cuenta de que esa cabina de teléfono, de la que nunca saldré, está envuelta por completo, pelos negros grandes como árboles, hiedra trepadora, y una abertura longitudinal en el centro, el interior morado, y una lengua que asoma, obscena, para alargar su ristra de letras, “¿a qué esperas?”.